Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos.  Hebreos 4:16.

Tendría seis o siete años cuando un equipo profesional de fútbol llegó a mi ciudad. Los jugadores famosos de aquella época caminaban por las calles céntricas. Todos los niños se acercaban a pedir autógrafos. Las máqui­nas fotográficas no eran tan comunes como hoy, y el fotógrafo de la ciudad estaba haciendo una fiesta particular. Yo, curioso como cualquier niño, ca­minaba al lado de la multitud; pero tímido, como siempre, no me atrevía a acercarme a jugadores tan famosos, a los que conocía solo por la radio y los periódicos.

De repente un jugador moreno, bajito, llamado Vides Mosquera, me lla­mó. Yo miré a todos lados; ¡no podría llamarme a mí! Él no me conocía, y yo era apenas un niño en medio de la multitud. Pero era verdad: ¡me estaba llamando a mí! Jamás me olvidé de él, y siempre acompañé su trayectoria, aunque jamás jugó por el equipo de mi preferencia.

Distancias aparte, hoy pienso en el Trono de Dios, el Rey del universo. ¿Cómo acercarnos al Señor, si no somos más que pobres pecadores? No lo merecemos; no somos dignos. Todos estamos destituidos de su gloria y con­denados a muerte eterna. No hay justo ni siquiera uno; no hay quien haga el bien. No; de hecho, no tenemos ningún derecho.

Pero, el versículo de hoy afirma que podemos ir confiadamente a él. ¿Por qué? Hay dos motivos: su misericordia y su gracia. Por su justicia, Dios no nos da lo que merecemos, que es la muerte; y por su gracia, nos da lo que no merecemos, que es la vida.

Alcanzar misericordia y hallar gracia. ¿Dónde? Junto al Trono del Señor. ¿Para qué? Para el oportuno socorro. ¡Ah! cómo necesitamos de auxilio y socorro. Hay momentos en la vida en que te sientes tan lejos de Dios; como si él te hubiese abandonado. Lo necesitas tanto; pero te sientes tan distante, y piensas que todo está perdido.

En momentos como esos, acuérdate de la promesa de hoy. Nada tienes que temer. Confía en el amor maravilloso de Dios, a pesar de tus deslices; a despecho de tus incoherencias. Dios te ama, y el Señor Jesús pagó el precio de tus rebeldías en la cruz del Calvario.

Por eso, hoy, sal de tu hogar sin temor, recordando el consejo bíblico: “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos”.